«Como
esta vida que no es mía
y
sin embargo es la mía,
como
este afán sin nombre
que
no me pertenece y sin embargo soy yo.»
Luis
Cernuda
Los
placeres prohibidos
Aquella
noche recorrí una madrugada mortecina
de
estrellas sin lucero. Contemplaba su rostro velado
por
la muerte. Extenuado le repetía que no estaba
solo
entre aquel repugnante cortejo.
Sé
que mis sentimientos hacia aquel hombre eran los
de
un amor visionario. Nunca volvería a verle y,
momentos
antes del cerramiento, sin propósito
concebido
ni imagen solícita, decidí seguir la argéntea
estela
de la única luz que lentamente se apagaba
ocultando
los restos del cáncer.
Todo
transcurría como cualquier hecho de su historia,
como
si no tuviera importancia. Perdida, sin otra guía
que
las sombras de su existencia, se apagó la vida de
aquel
hombre luminoso. Para muchos de sus familiares
fue
un hombre sin importancia.
Con
la creencia de que aún me oía, yo le llamaba con
la
pretensión de que su vida no se desvaneciera por
completo.
Con ansia de otra Vida —nunca sabré explicarlo—,
los
dos, él y yo, prendidos de los ojos, sin hablarnos, como siempre, nos asomamos a
la verja de la despedida iniciando
el
naufragio.
Cuando
traté de aprehenderle el rostro antes de que su
transfiguración
en la nada me impidiera contemplarle para
siempre,
aquel hombre me invitó a conocer otro mundo, el
paraíso
violeta y sereno donde gorjean los gorriones con sus
vuelos
pícaros, sacándole a los lirios la miel de la vida.
No
me paralizó el dolor, desapareció el miedo.
Las lágrimas fueron el bálsamo para la tragedia,
ya inmediata:
La vida de aquel hombre luminoso
desaparecía por completo
porque nadie conocía nada suyo,
era un hombre invisible.