Aquella
madrugada no le traería una luz nueva. La vida,
igualada
a la muerte, encaminó al hombre luminoso hacia la
frontera.
Vida y muerte, un único verbo, lo que nadie nunca
se
atrevió a decir: «La vida de aquel hombre fue absurda.»
Le
vino grande la vida, nunca pudo abarcarla entre sus
manos
sarmentosas. Construyó una torre de lunas,
amaneceres,
madrugadas, espigas y sudores en una tierra prisionera del asfalto.
Un
día sin ojos, todo, hasta su aparente salud de hierro,
fue
un campo sin horizonte. Aquella voz siempre ausente,
taciturna
hasta la desesperación, comenzaba a tomar
partido
en la definitiva sentencia: «Aquel hombre se moría.»
Ninguneado,
obligado al vaivén de un río de tareas que
nunca
le agradaron, antes de su absoluta invisibilidad, se transfiguró en fantasma, y
así siguió en pie, arrastrándose
a
veces, hasta la hora pactada, hasta el momento decisivo del segundo sin
retorno.
Hierático,
su rostro; perdido en un volcán, su silencio. Aquel
hombre
que nunca hablaba, que nunca vivió en las palabras,
confirmó
su despedida:
Siempre he estado enfermo,
he caminado prisionero
de la más terrible de las enfermedades:
la tristeza.
Aquel
hombre no había conocido la felicidad. Se fue para
siempre.
Nadie vio jamás el dibujo de la alegría en su rostro:
«Se
fue como un hombre invisible.»