«Ce
qui est essentiel est invisible pour les yeux.»
Antoine
de Saint-Exupéry
Me entusiasmaron —tal vez
por la sonoridad, aunque no
entendía nada— aquellas
palabras de El Principito, el primer
libro que leí en mi
infancia. Tenía entonces once años,
salía de mi clase de francés con doña África, aquella
profesora tan maravillosa que marcó mi vida, en el
Instituto de Ciudad Norte. Finalizadas las clases de aquel día,
bajaba yo la calle del Santo, hacia nuestra casa,
repitiendo constantemente «Ce qui est essentiel est invisible
pour les yeux». No quería que se me olvidara.
Tenía que hacer la traducción, la tarea que —para hacer
en casa— nos puso doña África. Cuando llegué a la trastienda,
me fui rápidamente al cuarto que compartía con mis hermanos.
salía de mi clase de francés con doña África, aquella
profesora tan maravillosa que marcó mi vida, en el
Instituto de Ciudad Norte. Finalizadas las clases de aquel día,
bajaba yo la calle del Santo, hacia nuestra casa,
repitiendo constantemente «Ce qui est essentiel est invisible
pour les yeux». No quería que se me olvidara.
Tenía que hacer la traducción, la tarea que —para hacer
en casa— nos puso doña África. Cuando llegué a la trastienda,
me fui rápidamente al cuarto que compartía con mis hermanos.
El cuarto era una
habitación de forma trapezoidal,
un trastero convertido en dormitorio. Dos camas, la
un trastero convertido en dormitorio. Dos camas, la
máquina de coser
Singer —nuestra mesa de trabajo,
el lateral derecho
era el mío— donde cosía nuestra madre
y nada más.
No teníamos armario,
tampoco biblioteca, ni siquiera una
pequeña estantería donde
colocar los libros. Cuando entré
en mi habitación
lo hice en un estado de excitación enorme.
Tenía que traducir las palabras de El Principito cuanto antes.
Cogí el diccionario, comencé a traducir aquellas misteriosas
palabras que, según doña África, contenían la clave para
ser un hombre libre.
Tenía que traducir las palabras de El Principito cuanto antes.
Cogí el diccionario, comencé a traducir aquellas misteriosas
palabras que, según doña África, contenían la clave para
ser un hombre libre.
«Ce qui est essentiel est
invisible pour les yeux»,
una vez traducido debía
decir:
«Lo esencial es invisible
a los ojos».
Por aquellos años yo
presentaba una miopía bastante
notable y aún no tenía
gafas. Cuando traduje el texto
sentí una emoción inmensa.
«Lo esencial es ser un
indio sioux», escribí. Siempre
quise ser Nube roja.
Esa fue la traducción que presenté
a doña África en la clase
del día siguiente. Aula siete.
Me acerqué a la tarima.
Iba contentísimo: «Yo sería,
en el futuro, un hombre
libre, como los indios sioux de
las películas de cowboys
—de convois decía yo—, sobre
todo las de John Wayne: Fort
Apache, Río Bravo,
Centauros del desierto y El
hombre que mató a Liberty
Valance».
Doña África leyó mi
traducción y, mirándome, sonriendo
con
aquella ironía que tanto me gustaba, me dijo:
«Sisito —así me llamaba—, di a tus padres que te lleven
al oculista».Alberto La Cloti, el empollón mariquituso,
el gran soplón al que tanto odiábamos el resto de la
clase, fue el único que tradujo correctamente aquellas
palabras de El Principito que —posteriormente— tanto
han significado en mi vida.
«Sisito —así me llamaba—, di a tus padres que te lleven
al oculista».Alberto La Cloti, el empollón mariquituso,
el gran soplón al que tanto odiábamos el resto de la
clase, fue el único que tradujo correctamente aquellas
palabras de El Principito que —posteriormente— tanto
han significado en mi vida.
Una vez leídas las traducciones, doña África, muerta de
risa al comprobar los desastrosos trabajos que le habíamos
presentado,
nos explicó el verdadero sentido de aquellas
palabras de El Principito, «Ce qui est essentiel est
palabras de El Principito, «Ce qui est essentiel est
invisible pour les yeux».
No entendí absolutamente nada. Mi torpeza de aquellos
No entendí absolutamente nada. Mi torpeza de aquellos
años me lo
impedía. Únicamente recordé durante mucho
tiempo una
mágica palabra: «invisible».
¿Cómo algo invisible
podía llamarme tanto la atención
hasta llegar a ser, muchos
años más tarde, en plena
adolescencia, tan esencial
para mí?
La palabra «invisible» ha
presidido mi vida en todos los
momentos en los que yo he
sido consciente de que estaba
vivo. Por ejemplo: recuerdo el día que decidí perderme
vivo. Por ejemplo: recuerdo el día que decidí perderme
por las bocacalles
de la Plaza del Convento de Ciudad Norte.
Iba contigo, de tu mano, a coger la furgoneta pirata que
conducida por el Paco me llevaría de vacaciones a Vinagre,
el pueblo donde tú y yo nacimos.
Iba contigo, de tu mano, a coger la furgoneta pirata que
conducida por el Paco me llevaría de vacaciones a Vinagre,
el pueblo donde tú y yo nacimos.
Conocería la casa en la que naciste y te criaste, aquel zulo
atroz en el que nadie hablaba nada, absolutamente nada.
Tus padres no se hablaban, ni te hablaban a ti ni a tus
hermanos, ni hablabais entre vosotros. Allí nadie hablaba
con nadie.
Esto que ahora te
digo, después de que me haya quedado
sin tiempo, era uno
los primeros chismes —que yo recuerde—
que sobre ti decían.
Se lo oí a alguna de las integrantes
de La corte de la porca miseria.
de La corte de la porca miseria.
Por alguna razón yo tenía
miedo a ir al zulo de tu
infancia, donde estuvo tu
primera prisión. Mientras
tú subías el petate a la
baca de la furgoneta del Paco,
decidí perderme. Cuando aquel guri
—así denominába-
mos a los policías de entonces—me llevó adonde estabas,
recuerdo tu mirada tan perdida como siempre y la
expresión habitual de cuando te enfadabas:
«tira p’alante», dicha con la sequedad habitual de tu voz.
mos a los policías de entonces—me llevó adonde estabas,
recuerdo tu mirada tan perdida como siempre y la
expresión habitual de cuando te enfadabas:
«tira p’alante», dicha con la sequedad habitual de tu voz.
Aquellas palabras de El
Principito y tu «tira p’alante»
iban a ser las normas de
mi vida desde entonces.
Yo necesitaba
constantemente el contacto de tus manos,
tus abrazos y tus besos.
No me bastaban tus miradas.
Cuando te llamaba, nunca
oía tu voz. Yo siempre
estaba esperándote, pero
nunca te oía.
Llegaba a la trastienda o subía al piso de la terracilla
y en aquellas habitaciones
tan separadas, tan grises,
tan ocupadas siempre por inquilinos
—a los que nunca
invitaste, ¡qué joíos eran!—,
siempre estabas algo
lejillos, nunca te encontraba...
Lo esencial es invisible a
los ojos.
La casa me parecía muy
triste, demasiado sombría,
siempre estaba ocupada,
invadida por los momios.
Ahora, después de que me
haya quedado sin tiempo,
trato de comprender si tú
serías el hombre invisible,
esencial para mis ojos.
Los aromas de tu universo tan
presentes en tus ojos me
recordaban las orillas del mar
adonde tan habitualmente
regreso, supongo que por
esta razón nunca me
acostumbré al gris de aquella
trastienda inútil. Recuerdo especialmente las noches.
trastienda inútil. Recuerdo especialmente las noches.
Después de la
cena te esperaba sentado en el tranco
de la terracilla. Te
veía llegar, ibas a dar la vuelta a
tus canarios. Aunque me
veías, tú pasabas por allí
como si no hubiera nadie.
Yo contemplaba el mimo con el que hacías tu tarea.
Yo contemplaba el mimo con el que hacías tu tarea.
Cuando acababas el
ritual colocando las hojas de
lechuga bien
limpias entre los barrotes de cada jaula,
subías de nuevo el tranco
y te ibas a la cama
—siempre el primero— y,
como siempre, pasabas a mi
lado sin decir
palabra.
¡Cuánto he deseado que
hubieras conocido mis paisajes,
que supieras de mi
apasionada búsqueda de las puestas
de sol; poder explicarte
el porqué de mi colección de
mariposas y, sobre todo, mi
búsqueda apasionada del
azul; por qué a medida que
iba creciendo me sentía
cada vez más corazón que
cabeza... pero siempre
estabas algo lejillos!
Un día soñé que te
entregaba la vida. Con un sentimiento
de profundísima soledad,
recuerdo que volvías tus ojos
hacia el Sur. ¡Siempre
mirabas hacia el Sur!
¿Qué buscabas, siempre tan
inquieto, en brazos del aire?
¿Qué buscabas con palabras
de Sol, de olivos y de tomillo?
¿Por qué tu discurso... de
silencio?
Por las tardes —cuando más
te necesitaba— salías a la
calle andando largo por
aquel caminillo de felicidad,
adornado con una nave de
fragancia que olía al mar
de tus ojos, a jazmines.
Te ibas, dejándome el mayor
gesto de luz de tus ojos
que me acompaña desde tu
muerte —ahora más que
nunca— entre las nubes vacías
de mi almohada: Vivir
hacia dentro.
Todo lo que hago me huele
a ti. Nunca he querido
triunfar, solo he deseado
vivir y ser feliz, pero por
dentro. He amado mucho y
humanizado mi corazón.
Bajo tu mirada de silencio
he aprendido a ser buena
persona, cada vez soy
mejor persona.
Finalmente te digo que,
como tú, soy una persona sencilla.
Miro las cosas con humor,
solo vivo, no defiendo nada, no
ambiciono nada, soy puro
corazón. Como tú, yo siento, yo
vivo en silencio.