Antes de juzgar mi vida o mi carácter...ponte mis zapatos, recorre el camino que he recorrido, vive mis penas, mis dudas, mis carcajadas...!!! Recorre los años que he recorrido y tropieza ahí donde tropecé y levántate así como yo lo he hecho...!!! Cada cual tiene su propia historia y entonces ahí podrás juzgarme!!!
(Patricia Elena Vilas, poeta de la República Argentina)

jueves, 13 de noviembre de 2014

I ( DESPUÉS DE QUE ME HAYA QUEDADO SIN TIEMPO)

«Ce qui est essentiel est invisible pour les yeux.»
Antoine de Saint-Exupéry


Me entusiasmaron —tal vez por la sonoridad, aunque no
entendía nada— aquellas palabras de El Principito, el primer
libro que leí en mi infancia. Tenía entonces once años,
salía de mi clase de francés con doña África, aquella
profesora tan maravillosa que marcó mi vida, en el
Instituto de Ciudad Norte. Finalizadas las clases de aquel día, 

bajaba yo la calle del Santo, hacia nuestra casa,
repitiendo constantemente «Ce qui est essentiel est invisible
pour les yeux
». No quería que se me olvidara. 

Tenía que hacer la traducción, la tarea que —para hacer 
en casa— nos puso doña África. Cuando llegué a la trastienda,
me fui rápidamente al cuarto que compartía con mis hermanos.

El cuarto era una habitación de forma trapezoidal,
un trastero convertido en dormitorio. Dos camas, la
máquina de coser Singer —nuestra mesa de trabajo,
el lateral derecho era el mío— donde cosía nuestra madre
y nada más. 

No teníamos armario, tampoco biblioteca, ni siquiera una
pequeña estantería donde colocar los libros. Cuando entré
en mi habitación lo hice en un estado de excitación enorme.
Tenía que traducir las palabras de El Principito cuanto antes.
Cogí el diccionario, comencé a traducir aquellas misteriosas
palabras que, según doña África, contenían la clave para
ser un hombre libre.

«Ce qui est essentiel est invisible pour les yeux»,
una vez traducido debía decir:
«Lo esencial es invisible a los ojos».

Por aquellos años yo presentaba una miopía bastante
notable y aún no tenía gafas. Cuando traduje el texto
sentí una emoción inmensa.

«Lo esencial es ser un indio sioux», escribí. Siempre
quise ser Nube roja. Esa fue la traducción que presenté
a doña África en la clase del día siguiente. Aula siete.
Me acerqué a la tarima. Iba contentísimo: «Yo sería,
en el futuro, un hombre libre, como los indios sioux de
las películas de cowboys —de convois decía yo—, sobre
todo las de John Wayne: Fort Apache, Río Bravo, 
Centauros del desierto y El hombre que mató a Liberty
Valance».

Doña África leyó mi traducción y, mirándome, sonriendo
con aquella ironía que tanto me gustaba, me dijo:
«Sisito —así me llamaba—, di a tus padres que te lleven
al oculista».
Alberto La Cloti, el empollón mariquituso, 
el gran soplón al que tanto odiábamos el resto de la 
clase, fue el único que tradujo correctamente aquellas
palabras de El Principito que —posteriormente— tanto 
han significado en mi vida. 

Una vez leídas las traducciones, doña África, muerta de
risa al comprobar los desastrosos trabajos que le habíamos 
presentado, nos explicó el verdadero sentido de aquellas
palabras de El Principito, «Ce qui est essentiel est
invisible pour les yeux».

No entendí absolutamente nada. Mi torpeza de aquellos
años me lo impedía. Únicamente recordé durante mucho
tiempo una mágica palabra: «invisible».

¿Cómo algo invisible podía llamarme tanto la atención
hasta llegar a ser, muchos años más tarde, en plena
adolescencia, tan esencial para mí?

La palabra «invisible» ha presidido mi vida en todos los
momentos en los que yo he sido consciente de que estaba
vivo. Por ejemplo: recuerdo el día que decidí perderme
por las bocacalles de la Plaza del Convento de Ciudad Norte.
Iba contigo, de tu mano, a coger la furgoneta pirata que
conducida por el Paco me llevaría de vacaciones a Vinagre,
el pueblo donde tú y yo nacimos. 

Conocería la casa en la que naciste y te criaste, 
aquel zulo 
atroz en el que nadie hablaba nada, absolutamente nada. 
Tus padres no se hablaban, ni te hablaban a ti ni a tus 
hermanos, ni hablabais entre vosotros. Allí nadie hablaba 
con nadie.

Esto que ahora te digo, después de que me haya quedado
sin tiempo, era uno los primeros chismes —que yo recuerde—
que sobre ti decían. Se lo oí a alguna de las integrantes
de La corte de la porca miseria.

Por alguna razón yo tenía miedo a ir al zulo de tu
infancia, donde estuvo tu primera prisión. Mientras
tú subías el petate a la baca de la furgoneta del Paco,
decidí perderme. Cuando aquel guri —así denominába-
mos a los policías de entonces—me llevó adonde estabas, 
recuerdo tu mirada tan perdida como siempre y la 
expresión habitual de cuando te enfadabas: 
«tira p’alante», dicha con la sequedad habitual de tu voz.

Aquellas palabras de El Principito y tu «tira p’alante»
iban a ser las normas de mi vida desde entonces.

Yo necesitaba constantemente el contacto de tus manos,
tus abrazos y tus besos. No me bastaban tus miradas.
Cuando te llamaba, nunca oía tu voz. Yo siempre 
estaba esperándote, pero nunca te oía. 

Llegaba a la trastienda o subía al piso de la terracilla
y en aquellas habitaciones tan separadas, tan grises,
tan ocupadas siempre por  inquilinos
 —a los que nunca invitaste, ¡qué joíos eran!—,
siempre estabas algo lejillos, nunca te encontraba... 

Lo esencial es invisible a los ojos.

La casa me parecía muy triste, demasiado sombría,
siempre estaba ocupada, invadida por los momios.
Ahora, después de que me haya quedado sin tiempo,
trato de comprender si tú serías el hombre invisible, 
esencial para mis ojos. Los aromas de tu universo tan
presentes en tus ojos me recordaban las orillas del mar
adonde tan habitualmente regreso, supongo que por
esta razón nunca me acostumbré al gris de aquella
trastienda inútil. Recuerdo especialmente las noches.
Después de la cena te esperaba sentado en el tranco
de la terracilla. Te veía llegar, ibas a dar la vuelta a
tus canarios. Aunque me veías, tú pasabas por allí
como si no hubiera nadie.

Yo contemplaba el mimo con el que hacías tu tarea.
Cuando acababas el ritual colocando las hojas de
lechuga bien limpias entre los barrotes de cada jaula,
subías de nuevo el tranco y te ibas a la cama
—siempre el primero— y, como siempre, pasabas a mi
lado sin decir palabra.

¡Cuánto he deseado que hubieras conocido mis paisajes,
que supieras de mi apasionada búsqueda de las puestas
de sol; poder explicarte el porqué de mi colección de
mariposas y, sobre todo, mi búsqueda apasionada del
azul; por qué a medida que iba creciendo me sentía
cada vez más corazón que cabeza... pero siempre
estabas algo lejillos!

Un día soñé que te entregaba la vida. Con un sentimiento
de profundísima soledad, recuerdo que volvías tus ojos
hacia el Sur. ¡Siempre mirabas hacia el Sur!

¿Qué buscabas, siempre tan inquieto, en brazos del aire?
¿Qué buscabas con palabras de Sol, de olivos y de tomillo?
¿Por qué tu discurso... de silencio?

Por las tardes —cuando más te necesitaba— salías a la
calle andando largo por aquel caminillo de felicidad,
adornado con una nave de fragancia que olía al mar
de tus ojos, a jazmines. Te ibas, dejándome el mayor
gesto de luz de tus ojos que me acompaña desde tu
muerte —ahora más que nunca— entre las nubes vacías
de mi almohada: Vivir hacia dentro.

Todo lo que hago me huele a ti. Nunca he querido
triunfar, solo he deseado vivir y ser feliz, pero por
dentro. He amado mucho y humanizado mi corazón.
Bajo tu mirada de silencio he aprendido a ser buena
persona, cada vez soy mejor persona.

Finalmente te digo que, como tú, soy una persona sencilla.
Miro las cosas con humor, solo vivo, no defiendo nada, no
ambiciono nada, soy puro corazón. Como tú, yo siento, yo
vivo en silencio.