Toda
la vida de aquel hombre luminoso estuvo signada
por
la ausencia. Vivió una infancia atroz, no tuvo una
verdadera
familia, se crió dentro de una tumba de silencio.
En
su casa del pueblo no hablaba nadie,
absolutamente
nadie.
Aquel
hombre creció solo.
Nunca
conoció su territorio en un mundo
lleno
de medidas; nunca explicó el motivo de sus búsquedas,
tan
calladas.
La
verdadera causa de su tristeza fue la vergonzosa e
inhumana
conjura de sus propios familiares:
los
inquilinos y La corte de la porca miseria,
a
los que aquel hombre nunca invitó a estar presente
en
la vida de su familia.
Aquellos
indecentes invadieron su vida y la de su familia, mordiéndole hasta la
desesperación, amordazando su voz
para
siempre, hurtándole hasta el silencio, asediándola, físicamente primero, con
sus lenguas viperinas más tarde,
hasta
lograr destruirla.
Fue tenaz la vida
de aquel hombre luminoso y su
familia,
una vida firme,
pero siempre expuesta,
observada.
A
lo largo de los años la vida de aquel hombre, su mujer
y
sus cinco hijos, fue un teatro
expuesto para
ser
contemplado
por una bazofia de seres —sus propios familiares—, que sin ser invitados a
ello, se dedicaron a observar, escrutar, escudriñar, analizar y chismorrear
acerca de aquella familia.
Los
primeros espectadores de la vida de aquella familia
fueron
los clientes que acudían día a día a la tienda de comestibles, el negocio
familiar, para hacer las compras.
Desde
el proscenio del negocio familiar inmediato a la vivienda —que estaba en la trastienda— aquellos
clientes, mientras hacían las compras,
observaban la vida de aquella familia numerosa. En aquel
indigno teatro comenzó por primera vez la desaparición de
aquel hombre:
Nunca estaba presente
en aquel escenario mostrador
para la venta y chiquero de
chismes.