Porque la
memoria es el latido incesante que levanta mi rostro hacia el horizonte, canto
a la vida por ti. Tú no eres un pensamiento mío, ni recreación ni evento para argumentar el vino
de la vida. Eres el misterio de cualquier luna de la Sierra Perdida que te vio
nacer, la voz que con su encendido silencio hace florecer las ramas de la viña.
Inundando de
amor mi corazón, me enseñaste a sacarle el jugo a la vida dejándolo abierto a
las brisas, al horizonte, a la luz y a la espera de la lluvia. Hoy en esta
carta que te escribo quiero expresarte que tu marcha definitiva ha aumentado mi
aflicción. Pese a ello, vivo tu
encarnación en el recuerdo de tus frutos que he guardado para regalarlos,
porque, como tú, voy a morir sin nada.
Cada día
dibujo mis sueños en las paredes de la casa, te descubro en el milagro de la
lejana luz del poniente prendida del balcón, aquella que tantas veces iluminaba
tu rostro impenetrable inflamado en llanto.
Te busco entre
la madeja de voces de los niños que juegan en la plaza y te descubro sentado,
como tantas veces, en el banco auscultando el aire, abierto tu cajón azul de
mariposas como un arcángel con gesto indiferente.
Vengo a
morirme un poco en cada una de las palabras de esta carta que te escribo. Estas
palabras que han servido para pronunciar el amor en el borde de unos labios sin
dueño, las mismas de mi agonía emocionada en el poniente más violeta.
La casa, sin
tu presencia, solo tiene Luna y rejas. No es que nos invada la tristeza por tu
marcha inevitable, no, es que nunca llegará el caballo de fuego de tu poblado
silencio que labró en nuestras vidas, sin saberlo, un tiempo orillado entre
azucenas.