En esta carta
de aire quiero hablarte de mi vida en el barro, de los dolores que la han
poblado desde la infancia, de mis tristezas que, cercenando mi corazón, no han conseguido atar
mi vida al suelo como un cepo ni la han encauzado en el yermo de los raíles.
Al igual que
tú he ido haciéndome a mí mismo. Soy heredero de la lluvia aunque no conozco la
fuente de la vida. Mis paisajes son los dibujos interiores y las mariposas del
alma. Bebo el agua del fondo de un aljibe luminoso.
Mi vida es un
campo de pobreza, de ternura, de niñez inacabada, de fuerza y de calor por
dentro. Cada día de mi historia es un gozo interminable de la luz. Cuando llego
a cada una de mis noches, antes del sueño, pido al Dios de los caminos la pureza
y la desnudez para mi palabra donde ansío revivirme.
No existe voz
que responda a tanta pena presente en mi
vida de hombre sin otra cruz que la ausencia. Mi amor derramado, perfume en el
silencio.
Reconozco la
luz alzada, redentora; el prisma de mis ojos dibujado en el canto entrecortado
del jilguero y la verdad del amor callado, desnudo e indefenso donde vivo.
Bendigo mi
pecho, retengo la muerte antes de cada paseíllo por la vida en sus entuertos y le pido, cada día,
a la aurora, que el ángel de la transparencia me ayude a resolver la
encrucijada:
<<¿Dónde florecerán las rosas
que he sembrado
en cada uno de mis silencios?>>