Vanidad
de vanidades, dijo el Predicador;
vanidad
de vanidades, todo es vanidad. (Ec. 1:2)
No
permitiré que lloréis por mí, arpías
que
hicisteis de la familia un negocio nauseabundo;
hienas
ladinas voraces del dolor ajeno, con soberbia
desmedida,
hicisteis de la añagaza
el centro
de vuestra vida germinada
en la carroña;
arpías,
reinas de la murmuración, inútiles labradoras
de
la miseria, ratas engreídas, que con vuestro desdén,
ahondasteis
en las vidas ajenas como carnaza, sembrando
de
inquina todos los intentos de vuelo de la paloma,
no
permitiré que lloréis por mí.
Entre
vuestra soledad impuesta y la por mí elegida
triunfó
la rebeldía de mi yo más profundo;
porque
alcancé a quererme tras vivir
consciente
al otro lado del silencio;
porque
liberado para siempre por la Luz,
vivo
aferrado a la ternura con coraje, con certeza;
porque
he elegido lo que vale una vida;
porque
mi único oficio es la bondad en todas
mis
moradas, en todas las voces de mis versos
que
ya caminan en la Luz,
no
permitiré que lloréis por mí
porque
ya no me veréis.