Llegar cada mañana a mi escuela justifica una alabanza por la vida. Abrir la puerta del aula, prepararme para la llegada de los alumnos, es el acto de iniciar junto a ellos la maravillosa experiencia de vivir el día compartiendo las tareas, el aprendizaje y los conocimientos. Llegan, les miro las carillas, veo dibujada en ellas la alegría de vivir y apuesto por el derecho que tienen a estar alegres e ilusionados en su escuela. Alegría e ilusión, dos bases de la pedagogía absolutamente necesarios. Dos actitudes vitales perfectamente compatibles con la disciplina, la seriedad y el esfuerzo que requiere el aprendizaje.
Vivir con ilusión en el aprendizaje y el conocimiento es la esperanza cierta de que la escuela sea parte fundamental de la vida de los alumnos. Siempre trabajo con la ilusión de quien comienza cada clase como una nueva aventura y llevo la alegría a todas las tareas escolares. El bien por bien, siempre, con alegría e ilusión. Como maestro lo deseo siempre. No os engaño. Cuando el alumno tiene dificultades en el aprendizaje -que no avanza- por un planteamiento equivocado en los conocimientos previos o cualquier otro motivo, siempre utilizo esa oleada de ilusión y alegría que saliéndome del vientre y del pecho me empuja a alegrarle, ilusionarle y pedirle el sacrificio necesario para comenzar de nuevo y revisar y llegar a las conclusiones verdaderas sobre lo estudiado y, a ser posible, en las mismas condiciones de siempre: APRENDER HACIENDO.
Pido la ilusión en la escuela. Que la
cabeza hable, que se aprenda con el sosiego y la calma necesarios para
investigar, relacionar y concluir con la prudencia adecuada. Si alguien se
atasca y le aparece el deseo del abandono - la peor de las invitaciones
posibles-, yo como maestro digo ¡alto! , río y no me enfurezco e
invito a volver a empezar con alegría e ilusión para poder arrancarle las
entrañas al saber. ¿Qué habría sido de mí de no haber actuado de ese modo? ¿Qué
clase de maestro de escuela habría sido? ¿Una bestia como la que arrebata la
vida a quien tanto ama? ¿Un ser despreciable que arranca al corazón alegre de
los alumnos el gusto por aprender y el placer de hacerlo? ¿Qué otra cosa es la
escuela sino ilusión, alegría y vida?
De la manera más ilusionada y alegre que
se pueda imaginar he seguido muy de cerca la vida de mis alumnos a lo largo de
estos 38 años. Yo he deseado la vida plena del alumno con la misma fuerza que
he deseado la ternura como el mayor bien de la existencia humana. Lo digo como
lo siento. Sin tapujos ni falsas apariencias. Debo añadir que esa alegría
diaria de mis clases no ha estado exenta de notables dificultades que -sin
conseguirlo- me han invitado a mitigar el entusiasmo. Ante las invitaciones al
abandono siempre he dicho ¡Vale, sí… pero alegría e ilusión!, mordiéndome la
lengua, sujetando los labios. Y aunque he pensado y dicho cosas terribles,
nunca he llegado a realizarlas. Yo siempre he llevado alegría e ilusión a mi
escuela; objetividad para el aprendizaje y belleza en el proceso y los
resultados. Se lo he pedido siempre a Dios: sabiduría suficiente, serena,
rotunda y tajante para llevar a mis alumnos a experiencias escolares tranquilas
y gozosas.