Antes de juzgar mi vida o mi carácter...ponte mis zapatos, recorre el camino que he recorrido, vive mis penas, mis dudas, mis carcajadas...!!! Recorre los años que he recorrido y tropieza ahí donde tropecé y levántate así como yo lo he hecho...!!! Cada cual tiene su propia historia y entonces ahí podrás juzgarme!!!
(Patricia Elena Vilas, poeta de la República Argentina)

jueves, 14 de agosto de 2014

APRENDAMOS DE LAS PIEDRAS SU SILENCIO (EPÍLOGO)



Aquel hombre era distinto en la casa y en la calle. Con su familia se limitaba a estar callado y trabajar mañana, tarde y noche. Sin embargo, en su otro trabajo como celador de hospital o en la calle o en la taberna con los amigos, aquel hombre era un ser humano bien distinto: chistoso, juerguista, dicharachero, alegre y simpático. En palabras de sus amigos y compañeros de trabajo, era un tipo genial que habitualmente paseaba silbando.
¿Cómo puede cambiar tanto el comportamiento de un hombre? A un hombre luminoso que no habla pero sí escucha y contempla, que no habla pero sabe, no se le cambia así porque sí. ¿Cuáles fueron las causas de su enorme silencio? ¿Por qué fue convirtiéndose a lo largo de su vida en un hombre invisible? Aquel hombre, el más silencioso que había conocido hasta entonces, murió como vivió, en absoluto silencio.
Numerosas son las citas que recogen el valor y la importancia del silencio como experiencia de una vida:

-         «Aprendamos de las piedras, su silencio», Francisco de Asís.

-         «Pero el silencio puede más que tanto instrumento», Miguel Hernández.

-         «El hombre sabio instruye sin utilizar las palabras», proverbio chino.                

-         «Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio: no lo digas», proverbio árabe.

-         «Quien de verdad sabe de qué habla no encuentra razones para levantar la voz», Leonardo Da Vinci.

-         «Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras», William Shakespeare.

-         «Es asombroso cuánto puede uno oír cuando nadie está hablando», Elaine Saint James.

-         «Nadie domina mejor el lenguaje que quien mantiene la boca cerrada», Sam Rayburn.

-         «Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar», Ernest Hemingway.

No es fácil comprender cómo aquel hombre que jamás pisó la escuela, que apenas sabía escribir y al que nunca se le vio leer, hizo suyas algunas de estas citas que cualquier persona instruida puede aplicar en algún momento a su vida, optando por el silencio como norma de salvación. ¿Por qué hizo del silencio la norma de su vida? Nunca intervenía directamente en los temas de gestión de su casa; nunca participaba de las labores terrenales, rutinarias...  pero siempre estaba presente, aunque en otro mundo. ¿Cuál sería este?
Aquel hombre nunca hablaba, nunca manifestaba su pensamiento, ni siquiera manifestaba sus deseos. ¿Cómo pensaba? ¿En qué creía? Solo se conocía su presencia. Tan ausente de lo cotidiano, sin embargo, ocupaba y llenaba verdaderamente la vida de su casa.
A lo largo de su vida fueron presentándose en su hogar una serie de familiares a los que él nunca invitó a estar presente en la vida de su familia: unos como inquilinos, con sus lenguas viperinas el resto, fueron adueñándose de su voz, también la de su familia. Aquellos seres sin piedad que aparecieron un día en la vida familiar de aquel hombre, se dedicaron al acecho y la manipulación de su hogar ¡durante treinta años!, ¡durante treinta años!, ¡durante treinta años!
Aquella jauría de seres impresentables, siempre a la caza de la vida familiar de aquel hombre luminoso, fue determinante para que este adoptara el silencio como norma fundamental de su vida. A lo largo de ¡treinta años!, ¡treinta años!, ¡treinta años!, fue un hombre ninguneado y masacrado dentro de su propio hogar por aquella abominable jauría que, sin haber sido invitada, apareció en su vida para quedarse.
La cuestión es que aquel hombre contemplaba a su familia con verdadera devoción. Para cualquier esposa o hijo sería el esposo y el padre ideal, pero no pudo ser. Siempre había en su casa algún inquilino o alguien del resto ante los que permanecía callado, sin hablar nada, absolutamente nada...  ¡estando en su propia casa!
¿Por qué aquella jauría? ¿Cuál era su misión? Cuesta dar crédito a toda la maldad que aquellas hienas emplearon en la familia formada por aquel hombre. Aquellos seres inhumanos se dedicaron a descifrar y perseguir cualquier intento de vida distinta a la suya hasta hacerla reventar. El abatimiento de la vida de aquella familia llegó cuando la jauría utilizó su arma más letal: sus lenguas viperinas ¡durante treinta años!, ¡durante treinta años!, ¡durante treinta años! Enarbolando la bandera del chisme, de la murmuración, de la inanición de todo vestigio de vida, amor, comprensión y ternura, las hienas se dedicaron al exterminio de aquella familia invadida: la familia de aquel hombre.
Entre aquella jauría destacaron por encima de todo los miembros de La corte de la porca miseria, que con su exacerbada impiedad utilizaron la vida de la familia de aquel hombre como «motivo» que justificaba el uso de sus lenguas, observando, juzgando, vilipendiando y utilizando el escarnio. Su cometido principal era hacer cumplir el castigo impuesto por Matajari, la gran mamma: «Ma quitao a mi hija. Mala puñalá le den al hijoputa.»
La corte de la porca miseria, valiéndose de su capacidad para el hurto, anunció la guerra contra la familia de aquel hombre, su mujer y sus hijos. Aquella jauría de arpías ¡durante treinta años!, ¡durante treinta años!, ¡durante treinta años!, llegaron a transformarse en hienas maléficas con cuerpo humano de rapiña, horrendo rostro de mujer, lengua de áspid, afiladas garras, orejas de oso y andares de palomo cojo. Trajeron tempestades, malentendidos, pestes, todo tipo de infortunios, enfermedades y, finalmente, la muerte en vida. Tras ¡treinta años!, ¡treinta años!, ¡treinta años! de vergonzoso asedio, la «No Vida» acabó por imponerse y ha pervivido hasta la actualidad dentro del corazón y el ánima de la familia a la que invadieron.

Aquel
hombre
malvivió
durante
treinta años,
treinta años,
treinta años,
ninguneado,
observado
 y
 maltratado,
dentro
de
su
propia casa,
por sus propios familiares:
los inquilinos,
La corte de la porca miseria
y
Matajari, la gran mamma.

Aquel hombre luminoso
y
su familia
fueron condenados
dentro de su propia casa
 por sus propios familiares
a
¡treinta años de soledad y destierro!,
¡treinta años de soledad y destierro!,
¡treinta años de soledad y destierro!

Tras esta  guerra de ¡treinta años!, ¡treinta años!, ¡treinta años!, aquel hombre y su familia  hicieron cierta, con su vida, aquellas palabras que dirige Don Quijote a Sancho Panza: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida.»


La ausencia de aquel hombre luminoso transformado en hombre invisible tenía su justificación.