Aquel hombre era distinto en la casa y
en la calle. Con su familia se limitaba a estar callado y trabajar mañana,
tarde y noche. Sin embargo, en su otro trabajo como celador de hospital o en la
calle o en la taberna con los amigos, aquel hombre era un ser humano bien
distinto: chistoso, juerguista, dicharachero, alegre y simpático. En palabras
de sus amigos y compañeros de trabajo, era un tipo genial que
habitualmente paseaba silbando.
¿Cómo puede cambiar tanto el
comportamiento de un hombre? A un hombre luminoso que no habla pero sí escucha
y contempla, que no habla pero sabe, no se le cambia así porque sí. ¿Cuáles
fueron las causas de su enorme silencio? ¿Por qué fue convirtiéndose a lo largo
de su vida en un hombre invisible? Aquel hombre, el más silencioso que había
conocido hasta entonces, murió como vivió, en absoluto silencio.
Numerosas son las citas que recogen el
valor y la importancia del silencio como experiencia de una vida:
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«Aprendamos
de las piedras, su silencio», Francisco de Asís.
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«Pero
el silencio puede más que tanto instrumento», Miguel Hernández.
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«El
hombre sabio instruye sin utilizar las palabras», proverbio chino.
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«Si
lo que vas a decir no es más bello que el silencio: no lo digas», proverbio
árabe.
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«Quien
de verdad sabe de qué habla no encuentra razones para levantar la voz»,
Leonardo Da Vinci.
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«Es
mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras», William Shakespeare.
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«Es
asombroso cuánto puede uno oír cuando nadie está hablando», Elaine Saint James.
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«Nadie
domina mejor el lenguaje que quien mantiene la boca cerrada», Sam Rayburn.
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«Se
necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar»,
Ernest Hemingway.
No es fácil comprender cómo aquel hombre
que jamás pisó la escuela, que apenas sabía escribir y al que nunca se le vio
leer, hizo suyas
algunas de estas citas que cualquier persona instruida puede aplicar en algún
momento a su vida, optando por el
silencio como norma de salvación. ¿Por qué hizo del silencio la norma de su
vida? Nunca intervenía directamente en los temas de gestión de su casa; nunca
participaba de las labores terrenales, rutinarias... pero siempre estaba presente, aunque en otro
mundo. ¿Cuál sería este?
Aquel hombre nunca hablaba, nunca
manifestaba su pensamiento, ni siquiera manifestaba sus deseos. ¿Cómo pensaba?
¿En qué creía? Solo se conocía su presencia. Tan ausente de lo cotidiano, sin embargo,
ocupaba y llenaba verdaderamente la vida de su casa.
A lo largo de su vida fueron
presentándose en su hogar una serie de familiares a los que él nunca invitó a
estar presente en la vida de su familia: unos como inquilinos, con sus
lenguas viperinas el resto, fueron adueñándose de su voz, también la de
su familia. Aquellos seres sin piedad que aparecieron un día en la vida
familiar de aquel hombre, se dedicaron al acecho y la manipulación de su hogar ¡durante
treinta años!, ¡durante treinta años!, ¡durante
treinta años!
Aquella jauría de seres impresentables,
siempre a la caza de la vida familiar de aquel hombre luminoso, fue
determinante para que este adoptara el silencio como norma fundamental de su
vida. A lo largo de ¡treinta años!, ¡treinta años!, ¡treinta años!, fue un
hombre ninguneado y masacrado dentro de su propio hogar por aquella abominable jauría
que, sin haber sido invitada, apareció en su vida para quedarse.
La cuestión es que aquel hombre
contemplaba a su familia con verdadera devoción. Para cualquier esposa o hijo
sería el esposo y el padre ideal, pero no pudo ser. Siempre había en su casa
algún inquilino o alguien del resto ante los que permanecía
callado, sin hablar nada, absolutamente nada...
¡estando en su propia casa!
¿Por qué aquella jauría? ¿Cuál era su
misión? Cuesta dar crédito a toda la maldad que aquellas hienas emplearon en la
familia formada por aquel hombre. Aquellos seres inhumanos se dedicaron a
descifrar y perseguir cualquier intento de vida distinta a la suya hasta
hacerla reventar. El abatimiento de la vida de aquella familia llegó cuando la
jauría utilizó su arma más letal: sus lenguas viperinas ¡durante
treinta años!, ¡durante treinta años!, ¡durante
treinta años! Enarbolando
la bandera del chisme, de la murmuración, de la inanición de todo vestigio de
vida, amor, comprensión y ternura, las hienas se dedicaron al exterminio de
aquella familia invadida: la familia de aquel hombre.
Entre aquella jauría destacaron por
encima de todo los miembros de La
corte de la porca miseria, que con su exacerbada impiedad utilizaron la
vida de la familia de aquel hombre como «motivo» que justificaba el uso de sus lenguas, observando,
juzgando, vilipendiando y utilizando el escarnio. Su cometido principal era hacer
cumplir el castigo impuesto por Matajari, la gran mamma: «Ma quitao a mi hija. Mala puñalá
le den al hijoputa.»
La corte de la porca miseria, valiéndose
de su capacidad para el hurto, anunció la guerra contra la familia de aquel
hombre, su mujer y sus hijos. Aquella jauría de arpías ¡durante treinta años!, ¡durante treinta años!, ¡durante
treinta años!,
llegaron
a transformarse en hienas maléficas con cuerpo humano de rapiña, horrendo
rostro de mujer, lengua de áspid, afiladas garras, orejas de oso y andares de
palomo cojo. Trajeron
tempestades, malentendidos, pestes, todo tipo de infortunios, enfermedades y,
finalmente, la muerte en vida. Tras ¡treinta años!, ¡treinta años!, ¡treinta años!
de vergonzoso asedio, la «No Vida» acabó por imponerse y ha pervivido hasta la
actualidad dentro del corazón y el ánima de la familia a la que invadieron.
Aquel
hombre
malvivió
durante
treinta
años,
treinta
años,
treinta
años,
ninguneado,
observado
y
maltratado,
dentro
de
su
propia
casa,
por
sus propios familiares:
los
inquilinos,
La corte de la porca miseria
y
Matajari,
la gran mamma.
Aquel
hombre luminoso
y
su
familia
fueron
condenados
dentro
de su propia casa
por sus propios familiares
a
¡treinta
años de soledad y destierro!,
¡treinta
años de soledad y destierro!,
¡treinta
años de soledad y destierro!
Tras esta guerra de ¡treinta años!, ¡treinta años!,
¡treinta años!, aquel hombre y su familia
hicieron cierta, con su vida, aquellas palabras que dirige Don Quijote a
Sancho Panza: «La libertad, Sancho, es
uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no
pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar; por la libertad,
así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida.»
La ausencia de aquel hombre luminoso
transformado en hombre invisible tenía su justificación.