
Una ruina
encerrada en un rostro fue tu vida; tu historia, un vacío inmenso entre una
mujer y cinco lirios; fuiste un hombre atrapado en las medidas, en un almanaque
de lunas en sangre florecidas.
Siempre te
contemplé como un caminante silencioso, experto en horas de azules antiguos,
cansados. Labraste con tu quietud una tierra sin auroras. Un día cualquiera
llegabas con tus alas invisibles y emprendías la huida. Así siempre. Yo te
buscaba con mi vibrante angustia de caracola solitaria por tus ojos, por tus
brazos y tu frente, rogándole al dios de todos los ahogados que me ayudara a
comprender tus ojos cargados de sombras,
que nunca miraban a la luz; a navegar por tu cielo desconocido,
distante; a reconocer la luz olvidada de tu alma, tu sustento y aquel dolor
amargo, tan tuyo, de ciprés entre las yedras.
Te he
contemplado deshecho, dejándote la salud sobre piedras confusas, saltando del
bancal al asfalto en la búsqueda de un claro de sol que bendijera tu vida.
Nunca me acostumbré, no, a tu ausencia; jamás pude comprender las razones de tu
voz inconcreta.
Todo no sigue
lo mismo que cuando te marchaste porque todo murió contigo. Hoy sigo pensando
en ti, tratando de saber quién eras realmente. Cuando me agobia la soledad, vagabundeo como todos los hombres olvidados que sueñan algún aroma mientras
beben las huellas de la tarde en cualquier taberna oscura.
Mi vida aún
conserva el latido de tu descuidada sonrisa de Júpiter acaso detenida en el
gesto de tu sueño fronterizo. Entre los restos de la casa adivino tus presencias; tus pupilas
entreabiertas anhelando el horizonte; tu corazón lacrado y el valor inmenso de
tu hombría, alma humanizada.
Después que me
he quedado sin tiempo te digo que no permitas que desaparezca tu sol sobre mi
pecho, que tu corazón está cuajado en el mío y necesito levantar mi cabeza
hacia los lirios y los pájaros.