En tu sombra desconociste la voz de la azucena, del clavel, del jazmín, del nardo, mas viviste la profundidad de la magnolia. Todo lo tuyo lo llevo en la voz que conmigo va.
A la orilla del
puerto profundo del Sur, las flores que sembraste curaron mis viejas heridas en
amargas noches sin reposo, y para que nadie lo olvide yo tomé la decisión,
después que me he quedado sin tiempo, de hacerte crecer –a pesar de mis
naufragios- desde el templo de la palabra. Porque pusiste en mis ojos el brillo
irisado de tu poblado silencio, pronunciaré tu nombre hasta que la gloria visible de la alegría en mis
ojos sea la señal de tu eternidad.
Desde aquí te
digo que todos tus desvelos, nacidos de tu trabajo abierto a la vida de los
justos, como un sueño erguido, llama y fervor puro, provocaron la sonrisa de
Dios, cuando al contemplarte sentado en el tranco de la tienda o bajo el
cinamomo frondoso del rincón o en tus regresos a la casa con la ofrenda del
olor del olivo de tu tronco, comprendió que habías cumplido la misión
encomendada:
<<Ir siempre por la vida
con la bondad como significado de los ojos>>.
Era muy niño y,
recuerdo con algo de bruma y de madrugada mojada por la lluvia cómo crecían en
mí tus gorriones vestidos de la esperanza más pura. El hermoso ocaso de tu
pecho dorado me enseñó la palabra invisible y, así, aprendí a convivir con el
alma húmeda y en el amor por dentro.