Mesurado
venero que desdice mi vida
como
heredad del aniquilamiento;
prístina
bóveda de las lágrimas
frente
a la cruz de los inmolados,
junto
a los pinos sin patria, que
aún
abarrancadas las pozas
no
ahogaron al poeta la voz en su deceso.
Íntima
la quietud, poblada,
nunca
en sombra sin luz primera;
la
plenitud viva de los ojos en su aurora
cobija
mi arenga de llanto, de soledad,
mi
insondable latido.
Enamorado
de su silencio, su transparencia,
su
gozo, su aliento, su memoria perdurable,
custodio.
Ahora la contemplo, me abrigo
con
sus lágrimas, con la verdura de su manto
que
me eligió para la luz.