Te acercas, es cierto, al ritmo de un susurro;
apagadas estancias, un hálito apenas,
conservan sin saberlo el duende
de un amor movedizo en sus regresos,
cuyo dulce cansancio aún blande
mi jardín más íntimo.
No quisiera que te perpetuaras
con tus quiebros; quisiera,
abiertas las ventanas,
que ilumines el escenario
de nuestras horas
que está ahí sin nosotros,
pero la silente encrucijada precisa el espacio:
ha desaparecido
una guirnalda
que se llamaba juventud, o vehemencia, o río,
y la he perdido para siempre.