Cuando se me extravió la infancia
y con ella el canto del grillo,
el olor de la flor y el azul,
supe que mi tiempo ya no era,
mi corazón inundado de niebla
tejió un vestido de escarcha
y nunca aprendí a echar raíces
porque tenía los ojos puestos en el mar.
Descendió sobre mí un cruel
sentimiento de culpa
y me cubrió la tristeza
en aquella tierra extraña.
La espiral de tiempos iguales,
la lista inmunda de penas repetidas
diluyeron mis sueños dejándome
lisiado y en manos del miedo,
allí, en la casa gris,
junto al rincón.
Aquella «Canción otoñal,
noviembre de 1918 (Granada)»
abrió mi alma para siempre,
declaré mi rebeldía
y emprendí el vuelo de los versos
transfigurándome en un hombre de aire.